Burning regresan a La Elipa

Publicado en El Confidencial   Octubre 2012 por Angel Crespo
Imposible disociar a Burning del barrio que les vio crecer, La Elipa. El nombre de la banda madrileña siempre viaja asociado a las calles donde nacieron sus miembros fundadores, a los bares donde empezaron a  escuchar discos de rock and roll y a los locales donde se empezó a construir una leyenda, esa que habla de tipos peligrosos como Jim Dinamita, de garitos como el pub Manivela, de chicas que mueven sus caderas y de carne de talego. Complicidad de suburbio que marcaba las distancias (“sin vivir en Madrid no lo entenderás”, cantaban a finales de los años setenta del siglo pasado) pero que superó barreras, procurándoles fieles incondicionales que no les han abandonado cerca de cuarenta años después. Burning. La Elipa. Madrid.
Estuve tres años trabajando en la confección de un libro que une al grupo y a su ciudad en su título. Muchos meses en los que la mayoría de los invitados a participar en él (es una biografía oral y coral) mencionaban al barrio en cuestión de forma inevitable. Mi contacto con la zona era superficial y nocturno. Y pasar unas noches de copas con Johnny Burning y Pepe Risi garantiza recuerdos brumosos y una cierta confusión mental. Largas horas de compadreo y de charla con sus vecinos, envueltos por las canciones de Grand Funk Railroad, Free, Black Crowes o Ian Hunter, sin olvidar a los sempiternos Rolling Stones que tanto les marcaron. Así que, ante la noticia de que Burning actuarían en las fiestas del barrio… ¿Existía opción? 
Me aproximo a la calle Santa Genoveva en el coche deJohnny Cifuentes, un vehículo que ya empieza a ser habitual en nuestros encuentros. Tomamos el desvío hacia sus calles y señala una zona de vegetación situada a la izquierda. “Menuda paliza nos soltaron unos policías a Toño, a un amigo y a mí cuando empezábamos con la banda”. ¿Por qué? “Nuestro colega era mecánico, y hacía chapuzas fuera del taller donde trabajaba. Las hacía en la calle, no tenía otro espacio. Un día íbamos con él, sentados los tres en su coche, transportando un motor averiado. Nos pararon y nos acusaron de haber robado el motor. Y a palos, nos molieron. Claro, con nuestras pintas…”. Menudas pintas, pardiez, para unos chavales de barrio obrero. Melenas, botas plateadas, maquillaje y camisas imposibles. No gustaban a la policía, aunque se llevaban mejor con la Iglesia, contrasentidos de la vida. Eso cuenta entre risas Enrique Pérez.Él, elipeño oculto al mundanal ruido desde 1979, se acaba de incorporar al grupo acompañado por su hija Marta. Mientras Johnny, situado en el escenario para dar la bienvenida al resto de componentes de los actuales Burning y saludar a los vecinos que se detienen para hablar con él mientras preparan la prueba de sonido, está pendiente de los aspectos relacionados con el concierto, Enrique nos acompaña en su coche a realizar un atípico tour turístico. Salomé no da tregua a su cámara fotográfica, empezando por el antiguo local parroquial donde empezaron a ensayar. ¿Dieron con un párroco progre y loco por ese refrescante ritmo llamado rock & roll? “Para nada. Nos amenazaba continuamente con el infierno… pero nos cedía la sala. Mientras nuestro equipo fue muy modesto no hubo problema. Cuando conseguimos mejores amplificadores, tuvimos que emigrar a un sótano cercano” Que también visitamos, claro.
Todo gravita alrededor de unas pocas manzanas, con un imaginario punto central situado en uno de los pisos sito en los bloques que, ocupados por los trabajadores de la Cooperativa de Correos, habitaba la familia Casas, la familia de Pepe Risi, nuestro Keith Richards particular. Frente a su puerta, una vieja cadena oxidada permanece solitaria, cerrada alrededor de una verja. Enrique le atribuye propiedades misteriosas: “Era la cadena de mi moto. Vine a buscar a
Pepe, actuábamos esa noche en el MM (histórico club de música en vivo) y tuve miedo de que si la llevaba me la robaran. Cuando volvimos después del concierto, solo quedaba la cadena. No sé cómo pudieron llevarse el vehículo sin abrirla. Es un misterio, ¿no? Y aquí sigue, desde 1973…”. A pocos metros vivían Toño, Antonio Martín, y el mismo Enrique.Se conocían de jugar a fútbol (“Toño era buenísimo, un pequeñajo muy hábil al que era muy difícil marcar. Cuando vino a ensayar con nosotros y se quedó como cantante, le recordaba lo que me había hecho sudar en el campo”), empezaron a aporrear sus instrumentos juntos y dieron forma a una hermandad en la que confiaban ciegamente y que solo se desmoronó cuando la heroína entró en juego (“este barrio estaba limpio de yonquis, en esa época no circulaban las drogas duras. Éstas se fueron desplazando hacia aquí desde otras zonas y solo afectaron a una parte del barrio muy concreta, donde se empezó a traficar con heroína. No tardó en buscar otros territorios, pero su paso causó estragos”). Enrique avalaba las letras para comprar el instrumental de sus amigos plenamente confiado: era el único mayor de edad y sólo él podía hacerlo. Sabía que no le fallarían.

Como no falla Isidro, el propietario del bar Clapton. Treinta y cinco años al frente del negocio junto a un socio con quien nunca discute (“no nos hemos faltado jamás al respeto. Cuando lo haces una vez, cuando te levantas la voz, nada vuelve a ser igual”), un montón de horas escuchando blues junto a los Burning, el orgullo de la zona, que asaltaban su barra tras los ensayos. “Buenos chicos”, declara convencido mientras les saluda afectuosamente para, a continuación, cantar y contar las bondades de su género musical favorito, el único del que jamás se cansa. “Hago tai chi todos los días. Pongo un disco de Muddy Waters y lo hago, me relaja un montón”. ¿Tai chi y Muddy Waters? Curioso cuanto menos, como curiosos son el resto de los clientes del bar presentes en ese momento. Vecinos de Pepe más jóvenes que él que siguen considerándole casi un héroe, admiradores de los discos del grupo que transmiten a Johnny su intención de saltarse la retransmisión televisiva del partido del Real Madrid de esa noche para asistir a su concierto. Abrumadora mayoría merengue entre la que debía sentirse desplazado el colchonero Risi… Y en la que destaca el barcelonismo de Johnny.

La Elipa, ahora, tiene metro. Algo que puede parecer banal pero que constituyó motivo central de una dura y resistente reclamación vecinal. Un largo y alambicado trayecto en vehículo rodado puede cubrirse ahora subterráneamente. El corazón del barrio, a ocho estaciones del centro de la capital. A pocos centenares de metros de su aparatosa salida (ha tardado en llegar, pero lo ha hecho a lo grande) se encuentra el escenario y una zona de backstage que amenaza con verse desbordada. Un buen número de coches y furgonetas reclaman su derecho a aparcar en él, y rondan alrededor de las vallas que lo delimitan amigos, familiares y fans, algunos viajados desde otras poblaciones (unos hermanos de Olmedo, un incondicional que ha volado desde Mallorca).

Finalizada la prueba, todos los miembros de Burning más Enrique nos acompañan al vecino Cementerio de la Almudena. Ahí se dejaron fotografiar cuando planeaban la portada de su primer álbum, Madrid. En riguroso blanco y negro, con gafas de sol y fumando con aspecto huraño. Mucho ha llovido desde entonces, incluso los dos miembros supervivientes dudan sobre la entrada en la que fueron retratados. Tras un breve titubeo ahí están, con un Madrid a su espalda que poco tiene que ver con el que vio nacer canciones como Lujuria,Miéntelas Rock and roll MamaMueve tus caderas Qué hace una chica como tú en un sitio como éste. Al rock lo entierran a diario, pero a ellos parece importarles más bien poco. Es su cruz y su bastón, algo de lo que no pueden ni quieren separarse. 
Es hora de pegarse una ducha y prepararse para el show, que empieza con la zona atestada de público. Una audiencia mayoritariamente formada por personas que han tomado posiciones con antelación. Hay niños apoyados en la barrera anti avalanchas que entonan todas y cada una de las canciones y padres que recuerdan cuando no lo eran y callejeaban por un barrio que prácticamente no ha cambiado (“no, la presencia de la nueva inmigración es casi insignificante –me cuenta Enrique- y La Elipa poco ha cambiado. Pocas edificaciones nuevas, pocas obras de importancia. Un barrio de gente trabajadora y honesta que aguanta como puede la crisis. Sí que desapareció la tienda en la que comprábamos los discos. Tenían todas las novedades y discos de importación, y los chicos los comprábamos e intercambiábamos, creamos un sistema de rotación que nos permitía escuchar muchos discos comprando unos pocos cada uno… Ahora nadie compra discos y en el local hay una tienda de ultramarinos”).  Hay personajes tirando a patibularios que tararean estribillos imbatibles (“de rodillas, por detrás, es como te gusta más”) y tipos duros que, lo juro, derraman lágrimas cuando suenan los primeros compases de Una noche sin ti. Adolescentes con chándal y aspecto poligonero y rockeros de chupa y gafas de rock, aunque sea de noche. O quizás por eso. 
Johnny, maestro de ceremonias perfectamente secundado por Eduardo, Carlos, Kacho, el incombustible Maikol y el recién incorporado Pitu, repite una y otra vez lo contentos que están de actuar en un lugar tan especial para la banda, sin abstenerse de comentar lo tarde que se hace justicia en este santo país: él, nacido en Carabanchel, es el único miembro original del grupo que ha actuado en La Elipa. Toño y Pepe murieron sin hacerlo, Enrique contempla con una sonrisa las evoluciones del conjunto que creó sin haber subido a un escenario implantado en las calles donde creció, y de su primer batería poco se sabe (“tenía un taller de marroquinería, pero hace años que está cerrado”). ¿Cómo es posible? “Lo intentamos una y mil veces. Por una cosa u otra, nunca fue posible. Y a nadie pareció importarle demasiado”, puntualiza un Johnny que no para de dispensar besos, abrazos e intentar agilizar su memoria ante la insistencia de quienes llevan un buen rato esperándole para formular la misma pregunta: “¿Te acuerdas de mí? ¿Recuerdas quién soy?” 
Tú no sabes quién soy. Así se presentaba siempre Jim Dinamita, para afirmar posteriormente que nació en La Elipa y que Ventas era su reino. Jim ya solo vive cada vez que Johnny (o alguna de las innumerables bandas que interpretan versiones de Burning) le presta su voz cual médium rocanrolero. Si Jim sigue operativo, debe permanecer operando discretamente en las calles elipeñas con una chulería que seguro conserva. Aunque si Adelson se sale con la suya e implanta una nube de casinos cerca de su casa, quizás Jim decida darse un garbeo

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