Fuente: Diario el Mundo MANUEL JABOIS
Un tipo enorme de tupé canoso, gafas negras y sudadera con capucha paseaba este fin de semana por el Paseo de los Tristes. 'Para qué discutir si puedes pelear...'
El 9 de mayo de 1997 Johnny Cifuentes deambulaba por los
pasillos del Gregorio Marañón en el que acababa
de morir Pepe Risi a los 42 años. Cifuentes, cantante de
Burning en sustitución del original, Toño Martín, muerto por sobredosis,
acompañó a Risi hasta el final. Miguel Mora, de 'El País', le abordó allí
mismo: «Se ha ido en 20 días. Así es el rock. Las fiestas han sido estupendas,
lo hemos pasado fetén y hay que asumir las consecuencias. Era un tío mágico,
supergrande». Pocos epitafios más rotundos para los cadáveres de la Movida: nuestra vida era esto, menos
lágrimas.
A Risi le escribió
Sabino Méndez un verso maravilloso que Loquillo canta como si fuera el último:
'Dile a Pepe Risi que ya puede sonreír / él mató el silencio en las calles de
Madrid'. Y el Loco, subido a su altura legendaria y empapado de esamística de estrella
de rock que lo ha devorado como la ballena a Jonás, lo
homenajeó en Granada, tierra de capitulaciones, cantando la misma canción que
suena cuando se marca su número: «Qué hace una chica como tú en un sitio como
éste». Lo hizo hacia el final del concierto, en un momento de clímax en el que
el público, que reventó las costuras del Palacio de los Deportes, llenó el Foro
de simbología rocker con el Pájaro Loco astillando un puro de pleno regocijo,
terminaba de cantar «que haya alguien a mi lado que me recoja al caer / así
nena tendré suerte de llegarte a conocer».
Allí estábamos los que a
los 11 años, en el barrio, nos cosíamos a la espalda de viejas cazadoras
vaqueras el pájaro entre dos huesos ybajábamos los sillines de la
bici para que pareciesen harleys. Escuchábamos las canciones de
Loquillo. Nos sentábamos en el rompeolas para no tener jamás una vida de hogar.
Abríamos el garaje de casa cada mañana por si nos encontrábamos allí dentro,
como un regalo de Reyes, nuestra propia banda de rock&roll.
Loquillo llevaba unos
días por Granada olisqueando los azafranes de la Alhambra, llevado como chamán
por el Paseo de los Tristes y asomándose a las ventanas moriscas con sudadera
de capucha, oculto por unas gafas de sol. Cantó 'Spanish bombs', el tema en el que Joe Strummer,
asiduo de la ciudad, termina evocando la Guerra Civil en las calles de Granada
y el asesinato de Federico García Lorca. Lo hizo en español poniendo en
ebullición la grada antes de que empezase a sonar el final del concierto con el inevitable Cadillac en la
ladera del Tibidabo. Llevó el 'show' con la delicadeza
posmoderna con la que se trata a un bebé, consciente de que va a ser disco, y a
los empellones más clásicos ('Carne para Linda' y 'La mataré', símbolos de
incorrección que sonaron a voz de grito como si fuera ayer) le sucedieron temas
más curtidos de su etapa adulta, del tupé cano, incluida la canción dedicada a
Luis Alberto de Cuenca, el poeta con el que cerró 'Balmoral' saqueando una cabeza de ciervo.
Cada nueve años estipula
el Loco el tiempo en el que el sonido muda, como las células del cuerpo.
Entonces reúne a sus músicos y graba un doble disco en directo con
revisitaciones que tienen aire a nostalgia en 'Cuando fuimos los mejores',
cantada a pulmón como un himno,cubierta ya de la ceniza de
cigarros nocturnos sobre copas llenas de arrogancia, y otras a
modo de reivindicación sucinta. Fue el caso de 'El creyente', a la que se
destinó la apertura del concierto mientras volaban los móviles formando un
enjambre de luciérnagas para inmortalizar el momento en que Loquillo,
imperturbable como una estatua, hizo acto de presencia y empezó a fumar, beber
y mover las caderas como Elvis en Las Vegas sin anfetas y paranoia. Sacó de
entre los hielos una botella y se sirvió una copa para alzarla al cielo negro
de Granada y decir: «Brindo con cava de mi tierra por vosotros, Granada,
Andalucía, España».
El último verano,
sentados en la terraza de un hotel de Madrid, le pregunté por qué razón me daría un puñetazo.
Bufó hacia el suelo y levantó el índice en señal de advertencia, una pose de
escenario.
-Tendrías que esperar a septiembre. Me condenaron hace un par de
años por darle un puñetazo a un tipo que estaba molestando a una dama. En unos
meses ya podría meterte.
Le gusta hablar en antiguo,
como si por momentos se le devolviese a un tiempo mitológico en el que
efectivamente a los bares arribaban soldados de la Sexta Flota y hubiese
mujeres escandalosas que hablaban con hombres.
-Ha estado Letizia viendo Los Planetas.
- ¿La princesa 'indie'?
-(Risas) Eso debe de ser
una putada para el Jota de cojones. No, yo
no tengo esa suerte.
Tampoco la tuvo en
Granada. De negro, como la canción que empleó en vestirse, sacó el estandarte
del 'Feo, fuerte y formal' de John
Wayne y gritó a quien quisiera oírle, con la
muchedumbre en llamas, «para qué discutir, si puedes pelear». Fue el momento de
éxtasis que contrapuso con la gravedad desparramada en 'El año que mataron a
Salvador'. Sacudió el escenario con un repertorio casi sin rival, trayendo
desmadejadamente junto a él a Leiva y Ariel Rot, metiéndole electricidad al
público y rebajándola en pista falsa para luego acelerar a su antojo. Se reunió
consigo mismo en momentos alarmantes que el público reconoció como propios, con esa sensación de no estar
gritando canciones, sino biografías.
¿Qué fue de la rubia del
asiento de atrás?, le pregunté antes de irse de aquel hotel. «Siempre hay una
rubia», dijo marchándose como un enorme
antílope por el
desierto de la tarde de Madrid.
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