Cuero de loco

Con la excusa de un concierto de Loquillo en Granada el 25-02/2014, apuntes sobre la muerte de Risi.
Fuente: Diario el Mundo  MANUEL JABOIS

Un tipo enorme de tupé canoso, gafas negras y sudadera con capucha paseaba este fin de semana por el Paseo de los Tristes. 'Para qué discutir si puedes pelear...'



 El 9 de mayo de 1997 Johnny Cifuentes deambulaba por los pasillos del Gregorio Marañón en el que acababa de morir Pepe Risi a los 42 años. Cifuentes, cantante de Burning en sustitución del original, Toño Martín, muerto por sobredosis, acompañó a Risi hasta el final. Miguel Mora, de 'El País', le abordó allí mismo: «Se ha ido en 20 días. Así es el rock. Las fiestas han sido estupendas, lo hemos pasado fetén y hay que asumir las consecuencias. Era un tío mágico, supergrande». Pocos epitafios más rotundos para los cadáveres de la Movida: nuestra vida era esto, menos lágrimas.
A Risi le escribió Sabino Méndez un verso maravilloso que Loquillo canta como si fuera el último: 'Dile a Pepe Risi que ya puede sonreír / él mató el silencio en las calles de Madrid'. Y el Loco, subido a su altura legendaria y empapado de esamística de estrella de rock que lo ha devorado como la ballena a Jonás, lo homenajeó en Granada, tierra de capitulaciones, cantando la misma canción que suena cuando se marca su número: «Qué hace una chica como tú en un sitio como éste». Lo hizo hacia el final del concierto, en un momento de clímax en el que el público, que reventó las costuras del Palacio de los Deportes, llenó el Foro de simbología rocker con el Pájaro Loco astillando un puro de pleno regocijo, terminaba de cantar «que haya alguien a mi lado que me recoja al caer / así nena tendré suerte de llegarte a conocer».
Allí estábamos los que a los 11 años, en el barrio, nos cosíamos a la espalda de viejas cazadoras vaqueras el pájaro entre dos huesos ybajábamos los sillines de la bici para que pareciesen harleys. Escuchábamos las canciones de Loquillo. Nos sentábamos en el rompeolas para no tener jamás una vida de hogar. Abríamos el garaje de casa cada mañana por si nos encontrábamos allí dentro, como un regalo de Reyes, nuestra propia banda de rock&roll.
Loquillo llevaba unos días por Granada olisqueando los azafranes de la Alhambra, llevado como chamán por el Paseo de los Tristes y asomándose a las ventanas moriscas con sudadera de capucha, oculto por unas gafas de sol. Cantó 'Spanish bombs', el tema en el que Joe Strummer, asiduo de la ciudad, termina evocando la Guerra Civil en las calles de Granada y el asesinato de Federico García Lorca. Lo hizo en español poniendo en ebullición la grada antes de que empezase a sonar el final del concierto con el inevitable Cadillac en la ladera del Tibidabo. Llevó el 'show' con la delicadeza posmoderna con la que se trata a un bebé, consciente de que va a ser disco, y a los empellones más clásicos ('Carne para Linda' y 'La mataré', símbolos de incorrección que sonaron a voz de grito como si fuera ayer) le sucedieron temas más curtidos de su etapa adulta, del tupé cano, incluida la canción dedicada a Luis Alberto de Cuenca, el poeta con el que cerró 'Balmoral' saqueando una cabeza de ciervo.
Cada nueve años estipula el Loco el tiempo en el que el sonido muda, como las células del cuerpo. Entonces reúne a sus músicos y graba un doble disco en directo con revisitaciones que tienen aire a nostalgia en 'Cuando fuimos los mejores', cantada a pulmón como un himno,cubierta ya de la ceniza de cigarros nocturnos sobre copas llenas de arrogancia, y otras a modo de reivindicación sucinta. Fue el caso de 'El creyente', a la que se destinó la apertura del concierto mientras volaban los móviles formando un enjambre de luciérnagas para inmortalizar el momento en que Loquillo, imperturbable como una estatua, hizo acto de presencia y empezó a fumar, beber y mover las caderas como Elvis en Las Vegas sin anfetas y paranoia. Sacó de entre los hielos una botella y se sirvió una copa para alzarla al cielo negro de Granada y decir: «Brindo con cava de mi tierra por vosotros, Granada, Andalucía, España».
El último verano, sentados en la terraza de un hotel de Madrid, le pregunté por qué razón me daría un puñetazo. Bufó hacia el suelo y levantó el índice en señal de advertencia, una pose de escenario.
-Tendrías que esperar a septiembre. Me condenaron hace un par de años por darle un puñetazo a un tipo que estaba molestando a una dama. En unos meses ya podría meterte.
Le gusta hablar en antiguo, como si por momentos se le devolviese a un tiempo mitológico en el que efectivamente a los bares arribaban soldados de la Sexta Flota y hubiese mujeres escandalosas que hablaban con hombres.
-Ha estado Letizia viendo Los Planetas.
- Hostia, tremendo, ¿eh? Qué putada.
- ¿La princesa 'indie'?
-(Risas) Eso debe de ser una putada para el Jota de cojones. No, yo no tengo esa suerte.
Tampoco la tuvo en Granada. De negro, como la canción que empleó en vestirse, sacó el estandarte del 'Feo, fuerte y formal' de John Wayne y gritó a quien quisiera oírle, con la muchedumbre en llamas, «para qué discutir, si puedes pelear». Fue el momento de éxtasis que contrapuso con la gravedad desparramada en 'El año que mataron a Salvador'. Sacudió el escenario con un repertorio casi sin rival, trayendo desmadejadamente junto a él a Leiva y Ariel Rot, metiéndole electricidad al público y rebajándola en pista falsa para luego acelerar a su antojo. Se reunió consigo mismo en momentos alarmantes que el público reconoció como propios, con esa sensación de no estar gritando canciones, sino biografías.
¿Qué fue de la rubia del asiento de atrás?, le pregunté antes de irse de aquel hotel. «Siempre hay una rubia», dijo marchándose como un enorme antílope por el desierto de la tarde de Madrid.


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